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Querido…
No, querido no, porque ya no te quiero.
Suena rotundo. Sin embargo, tú lo denigrarás a considerarlo como algún otro de mis tantos momentos dramáticos. Lo tomarás, por tu propio (y detestable) ego, como otro intento para recuperarte. Como si, verdaderamente, me quedaran motivos para quererte de vuelta.
Aún tengo presentes todas esas cosas que hice por ti, todas esas cosas que te di. Pero, a decir verdad, cada detalle lo siento como un lamento. A cada imagen de los detalles que te di, le encuentro un chantaje. A mí tampoco me quedaba más amor que pudiera darte.
Quizá yo, en nuestra relación, fui quien quería más. Y, sin embargo, dejarte, significó que al menos uno de los dos se hartó de ser cobarde.
He crecido, he cambiado. Ha pasado tiempo desde que no te recuerdo (ni con rencor ni sin él). Saliste de mi vida. No por alarde al cuento de “dejar entrar a alguien mejor,” sino sacar lo que no cabía. No cabían más lágrimas, no cabía más rencor, no cabía más tristeza, no cabías más tú.
Ya no te guardo rencor. Ya no te guardo nada. Ya no existe nada tuyo en mí.
Me desintoxiqué de ti. De la manera más pura, más simple, más madura que existe.
Ahora incluso, echo una mirada al pasado, y te agradezco el haberme dado la oportunidad para crecer. Abandonarte a ti y a todas esas otras cosas (y personas) que no me lo permitían. Porque, irónicamente, debilitándome, me hiciste más fuerte.

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