Cuenta una leyenda que, cuando el Sol y la Luna fueron creados, se amaban con una pasión y profundidad inconmensurables, sin medida, intensamente. Eran dos amantes libres, el ardiente fuego dorado de uno sobre la fría calidez plateada del otro… Cuando el Gran Dios decidió que habían de separarse, el Sol para iluminar el cielo de día, la Luna para alumbrarlo suavemente de noche, sus corazones, sus almas, parecieron partirse en dos. Estaban condenados a permanecer separados por siempre, tratando de alcanzarse y nunca lográndolo, en una danza infinita, dolorosa. El Sol trató de ser fuerte, de fingir estar bien, y lo consiguió, destellando fuerte, muy fuerte, en el firmamento. La Luna, sin embargo, no podía soportar la tristeza de estar sin su amado, y melancólicamente brillaba en el cielo. El Gran Dios, compadeciéndose de ella, le obsequió con millones de estrellas, pequeños pedazos de luz que trataban de acompañarla, de consolarla. Pero la Luna añoraba el fulgor ardiente d
Apenas comprenderás quién soy yo o qué quiero decir, si nadie en el mundo �� lo sabe, estoy satisfecha, si todos y cada uno lo saben, estoy satisfecha.