Me enamoré.
Me enamoré de el, de su sonrisa. Porque me importaba una mierda lo que pasara si el estaba sonriendo. Y me enamoré de su boca, de cada palabra. Me gustaba incluso cuando se enfadaba y ponía morritos deseando que fuera por detrás y lo cogiera para no soltarlo; y ojalá no lo hubiera soltado nunca. Me enamoré, joder, pero ya no me cuesta decirlo. Porque me enamoré de sus ojos, ¿y qué me importa que no sean de un color especial?. Me enamoré de sus ataques de éxtasis, de cuando cantaba bajito porque estaba feliz, pero no quería que lo escuchara. De cuando me abrazaba fuerte porque decía que tenía miedo de perderme, cuando me apretaba porque solo yo sabía que era entonces cuando tenía que quererlo más que nunca. Me enamoré de lo listo que era y de lo tonto que se ponía a veces, incluso de cuando fingía serlo. De sus abrazos y aún, a veces, echo en falta alguno. De cómo se tapaba la boca cuando lo veía comer. De eso me enamoré, de lo bueno y de lo malo. De sus ganas de estar conmigo, pero también de su orgullo, porque cuando creía que iba a perderme del todo, se lo tragaba. Qué inocente, si yo era la que perdía la cabeza por el. Joder, me gustaba. Me gustaba cuando rodeaba mi cuello y jugaba a estar a dos centímetros de mi boca sin besarme, solo para ver quién aguantaba más sin hacerlo. De sus prisas, de sus ganas de tenerlo todo siempre controlado, y de la voz que ponía cuando le desmontaba todos sus planes, como si de repente volviese a tener cinco años. De su vergüenza y de lo nervioso que se ponía a la mínima. De cómo temblaba, de cómo era capaz de calmarme. Me enamoré. Me enamoré de su risa, por muy fea que dijera que estaba cuando lo hacía. Nunca se lo dije, y aún hay veces que recuerdo su risa y la extraño. Por eso y sus “Te quiero” que tanto le cuesta decir. ¿Es que no lo entiendes? Me enamoré de cómo era, de cómo hacía lo mismo que todo el mundo y a la vez conseguía ser diferente, no sé. Su forma de quererme. Que el creía que no me daba cuenta, pero sé que me quería, por mucho que le doliera demostrarlo. Lo quería, con sus más y con sus menos. Con sus idas y venidas, con su mal humor, con su facilidad intermitente de sus mensajes en los que decía que me echaba de menos. De todas las conversaciones, incluso de las que borré cuando acabó todo. De sus intentos de ponerme celosa y de lo celoso que se ponía cuando me veía con otro. Nunca le entró en la cabeza que el era único. De todas las canciones, de su voz y de su olor, que siempre aparece cada cierto tiempo para recordarme que sigo sin el. De su forma de ser, de cómo me pedía que me fuera porque creía que la pasaría mejor sin el. De sus venazos, cuando le daba por recordarme lo importante que era para el y de sus “cállate” cuando lo imitaba con voz ridícula. De cómo se burlaba de todas esas cosas cursis, incluso de su nombre escrito en mis cuadernos. De la cara que ponía cuando me metía con el y le daba el triple de importancia solo para que le pidiera perdón un par de veces. Me gustaba su intento de cuidarme aunque. . De nuestros mil momentos y bueno, de ellos sigo enamorada. Es que por gustar, me gustaban hasta sus ojeras que le aparecían cuando se quedaba hablando conmigo hasta las tantas. De su cabello encrespado cuando llovía, de su voz en formato susurro cuando hablábamos por teléfono desde la cama, de cómo corría cada vez que llegaba tarde a verme. De sus besos, aunque siempre quisiera más. Ahora ya es solo un recuerdo, pero es un recuerdo que prometí no olvidar. Duele ver cómo alguien que un día fue tu vida, deja de formar parte de ella; pero duele más ser la persona que decide que así sea. El era la pieza perfecta de mi rompecabezas, pero después de un tiempo me dio la impresión de que pertenecíamos a dos puzzles diferentes. Pero cuánto lo echo de menos, y cuánto daría por volver a tenerlo a mi lado. Por romper sus esquemas y convencerlo de que quizás a mi lado no se está tan mal.
Me enamoré de el, de su sonrisa. Porque me importaba una mierda lo que pasara si el estaba sonriendo. Y me enamoré de su boca, de cada palabra. Me gustaba incluso cuando se enfadaba y ponía morritos deseando que fuera por detrás y lo cogiera para no soltarlo; y ojalá no lo hubiera soltado nunca. Me enamoré, joder, pero ya no me cuesta decirlo. Porque me enamoré de sus ojos, ¿y qué me importa que no sean de un color especial?. Me enamoré de sus ataques de éxtasis, de cuando cantaba bajito porque estaba feliz, pero no quería que lo escuchara. De cuando me abrazaba fuerte porque decía que tenía miedo de perderme, cuando me apretaba porque solo yo sabía que era entonces cuando tenía que quererlo más que nunca. Me enamoré de lo listo que era y de lo tonto que se ponía a veces, incluso de cuando fingía serlo. De sus abrazos y aún, a veces, echo en falta alguno. De cómo se tapaba la boca cuando lo veía comer. De eso me enamoré, de lo bueno y de lo malo. De sus ganas de estar conmigo, pero también de su orgullo, porque cuando creía que iba a perderme del todo, se lo tragaba. Qué inocente, si yo era la que perdía la cabeza por el. Joder, me gustaba. Me gustaba cuando rodeaba mi cuello y jugaba a estar a dos centímetros de mi boca sin besarme, solo para ver quién aguantaba más sin hacerlo. De sus prisas, de sus ganas de tenerlo todo siempre controlado, y de la voz que ponía cuando le desmontaba todos sus planes, como si de repente volviese a tener cinco años. De su vergüenza y de lo nervioso que se ponía a la mínima. De cómo temblaba, de cómo era capaz de calmarme. Me enamoré. Me enamoré de su risa, por muy fea que dijera que estaba cuando lo hacía. Nunca se lo dije, y aún hay veces que recuerdo su risa y la extraño. Por eso y sus “Te quiero” que tanto le cuesta decir. ¿Es que no lo entiendes? Me enamoré de cómo era, de cómo hacía lo mismo que todo el mundo y a la vez conseguía ser diferente, no sé. Su forma de quererme. Que el creía que no me daba cuenta, pero sé que me quería, por mucho que le doliera demostrarlo. Lo quería, con sus más y con sus menos. Con sus idas y venidas, con su mal humor, con su facilidad intermitente de sus mensajes en los que decía que me echaba de menos. De todas las conversaciones, incluso de las que borré cuando acabó todo. De sus intentos de ponerme celosa y de lo celoso que se ponía cuando me veía con otro. Nunca le entró en la cabeza que el era único. De todas las canciones, de su voz y de su olor, que siempre aparece cada cierto tiempo para recordarme que sigo sin el. De su forma de ser, de cómo me pedía que me fuera porque creía que la pasaría mejor sin el. De sus venazos, cuando le daba por recordarme lo importante que era para el y de sus “cállate” cuando lo imitaba con voz ridícula. De cómo se burlaba de todas esas cosas cursis, incluso de su nombre escrito en mis cuadernos. De la cara que ponía cuando me metía con el y le daba el triple de importancia solo para que le pidiera perdón un par de veces. Me gustaba su intento de cuidarme aunque. . De nuestros mil momentos y bueno, de ellos sigo enamorada. Es que por gustar, me gustaban hasta sus ojeras que le aparecían cuando se quedaba hablando conmigo hasta las tantas. De su cabello encrespado cuando llovía, de su voz en formato susurro cuando hablábamos por teléfono desde la cama, de cómo corría cada vez que llegaba tarde a verme. De sus besos, aunque siempre quisiera más. Ahora ya es solo un recuerdo, pero es un recuerdo que prometí no olvidar. Duele ver cómo alguien que un día fue tu vida, deja de formar parte de ella; pero duele más ser la persona que decide que así sea. El era la pieza perfecta de mi rompecabezas, pero después de un tiempo me dio la impresión de que pertenecíamos a dos puzzles diferentes. Pero cuánto lo echo de menos, y cuánto daría por volver a tenerlo a mi lado. Por romper sus esquemas y convencerlo de que quizás a mi lado no se está tan mal.
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